CÓMO NOS HACE DE FALTA QUE ALGÚN DÍA HAYA UNA POLÍTICA AGROPECUARIA. Yo no creo que sea una empresa demasiado difícil, ni menos aún inalcanzable. Porque tener política es tratar de salir de ese acomodo blando ante las circunstancias del presente. Es decir, es una primera actitud de inconformismo con la economía de subsistencia.

Pero una política, claro está, no se configura con tener episódicamente unas metas. No solo importa que estas sean duraderas y armónicas, sino que cuenten con los instrumentos necesarios para alcanzarlas. Y algo que quizás es más importante: que ese conjunto de elementos y metas que aspiran a constituirse en política, tengan una concepción universal. Es en el universo de la problemática económico-social donde se puede obtener el conjunto de soluciones, de prioridades, de recursos y de esfuerzos que deben constituir una política.

Tal vez lo primero, por lo menos en el orden conceptual, es la descripción de aquello que se desea planificar. Yo no sé si nos hemos detenido suficientemente a pensar en lo que es nuestro país o si, simplemente, porque creemos tenerlo bien sabido, ya hemos perdido de vista sus características y sus peculiaridades. Si definiéramos al país por lo que nos puede brindar internamente y por lo que nos puede significar en los mercados internacionales, ya estaríamos empezando a tener una política.

SOMOS UN PAÍS AGRÍCOLA
Nosotros no nos atrevemos a determinar si somos o no un país agrícola. Parecería que no nos gustara serlo, que tratáramos de disfrazar esa condición que no apetecemos, que parecería no significar nada en nuestros planes de desarrollo. Diríase que lo que queremos es salir de ello, como si fuera una condición vergonzante. No en vano logramos desde hace unos años crear una especie de consenso nacional contra el sector agrícola.

Pero que seamos un país agrícola, nadie lo puede negar. Todavía el 42,8 % de la población colombiana subsiste en el campo; una parte demasiado alta de su fuerza de trabajo (el 48,1 %) vive de las faenas agrícolas; el ingreso de divisas se origina en un 82 % en el sector agropecuario; no es despreciable el hecho de que el 95 % de la alimentación de nuestro pueblo sea producido en el país y que de la agricultura provenga más de la mitad de las materias primas utilizadas por la industria.

Si todo esto es así, no se explica cómo puede ser tan indiferente la opinión pública frente a la planeación del sector agropecuario. Nuestra condición agrícola la encontramos ahí, como un dato, como una circunstancia que padecemos como si fuera una condena o por lo menos como algo que está fuera de todas nuestras posibilidades de dirección. Porque en ese panorama hay elementos altamente favorables y otros que no lo son y todo ello podría alterarse disciplinadamente para obtener resultados siempre crecientes. No es satisfactorio que nosotros registremos simplemente que la participación agrícola en el producto nacional bruto vaya decreciendo (de un 38 % en 1950 a un 29 % en 1967) sin saber si ello es o no un síntoma favorable.

UNA CONDENA INJUSTA
Sabemos que la estructura agrícola del país y la función económica del sector cambia, pero empezamos por no tener un diagnóstico de lo que somos. Mejor dicho, hemos juzgado parcialmente ese sector y los hemos condenado en conjunto. Se ha realizado un fenómeno de generalización que nos ha conducido a una sentencia adversa que, además, tiene la pretensión de ser inapelable. Y eso fue lo que hicimos, cuando en lugar de proponer el desarrollo agropecuario, nos empeñamos en castigar sus manifestaciones más visibles, eso fue lo que hicimos cuando en vez de procurar una política nos dedicamos a hacer una reforma.

Ya lo he dicho otras veces: una política agraria comprende muchas cosas. Por ejemplo, un análisis y una ponderación de la dependencia que toda nuestra economía tiene del sector agropecuario; el esquema del desarrollo nacional en cuanto a abastecimientos internos y a las posibilidades futuras de exportación; el examen cuidadoso del ingreso agrario y de su distribución. Todo ello tiene que ser armónico, congruente.

ANÁLISIS PARCIAL DEL INGRESO
Tomar la parte por el todo es un error que no podemos repetir. Sabemos todos que el ingreso agrícola es malo. En términos absolutos, por lo exiguo de nuestra producción; y en términos relativos en comparación con los demás sectores, porque, por lo general, una inversión o un trabajo en el campo son más riesgosos y reproducen menos que una inversión o un trabajo equivalentes en el comercio, la industria o los servicios. Sobre ese aspecto del ingreso tampoco nos hemos preocupado por tener una política.

En cambio, estamos muy contentos de tener una reforma sobre la “distribución” de ese ingreso. Pero tal distribución no la hemos atacado en sus valores absolutos sino con base en supuestos no demostrados. Yo debo declarar que no he encontrado estadísticas suficientes para valorar exactamente cuál es el grado de concentración de ese ingreso. Con datos imprecisos hemos llegado a suponer cuál es el grado de la concentración del ingreso. Algo sabemos sobre lo que es la distribución del crédito con destino agropecuario, pero la suma de esos dos datos tampoco da una visión exacta del problema.

Por lo pronto, basta señalar que en ninguna de las series estadísticas se incluye cálculo alguno sobre lo que representa el ingreso no monetario de nuestros agricultores, lo cual no deja de ser un vacío muy grande en un país cuya población tiene, en tan alto grado, una economía de subsistencia.

GANAR O TENER
El problema de nuestro campesino no es solo que no tenga, sino que no gana. Su dignidad, su futuro, dependen más de su capacidad de gasto que de su condición de dueño. Hay una manía fisiocrática pasada de moda, que se empeña en reducir todo el problema a uno solo de sus aspectos: el de la tenencia de la tierra. Y en esa disputa bizantina, que finalmente nos ha conducido a la conclusión de que tampoco el campesino debe ser propietario sino trabajador al servicio de empresas comunitarias del Estado, hemos gastado toda nuestra capacidad imaginativa. Más de diez años llevamos en esa controversia esterilizante.

El campesino no está anhelando aquello que supone que quería. Si pide educación y comunicaciones e higiene antes que la condición de propietario, es porque tiene muy bien sabido que esta última no le garantiza la satisfacción de sus actuales necesidades.

El campesino sabe por experiencia lo que apenas nosotros estamos descubriendo a través de la investigación económica: que la distribución de la tierra es un fenómeno lento y tramposo; que la concentración de la tenencia es mayor hoy que cuando empezó la reforma agraria; que distribuye más el ingreso, una política educacional que una parcelación; que se obtienen aumentos reales del ingreso más prontamente con vías de acceso a la vereda y con sistemas organizados de mercadeo que con los halagos de un populismo que no tiene arraigo en la realidad económica del país. Es más: sabe, como también lo estamos descubriendo, que su problema es su propia pobreza, que es extrema, y no la riqueza relativa de los demás.

EL CAMPESINO Y EL PROGRESO
El campesino quiere estar donde hay progreso, porque también mira al futuro. No es cierto que su único amor sea la tierra. Si hay progreso en la ciudad querrá ser ciudadano; si el progreso está en la industria, buscará ser obrero; y si también si hay progreso en el campo, gustosamente seguirá siendo campesino. ¿Por qué no tendría que reaccionar así? ¿Es que no es humano como nosotros? Para ese 42,8 % de la población colombiana que todavía vive del campo, lo importante es que en el campo haya un porvenir. Si el campo produce, si en el campo se invierte, también habrá allí algo creciente por distribuir, algo de progreso en el que se pueda participar.

EL CAMPESINO Y EL FUTURO
Al debilitar el rigor económico del sector agropecuario estamos creando con nuestros campesinos una subcultura de la pobreza. Antes, cuando la pobreza era general, los pobres agrícolas tenían una equiparación de consumos con los pobres urbanos. Cuando la falta de conocimientos era similar en uno y otro campo, las deficiencias educacionales se soportaban mejor no conducían a una discriminación en las posibilidades de redención. Hoy es distinto. Los quehaceres de la vida moderna se están situando fuera del campo.

Nada puede haber más duro para un campesino que la comprobación de que su trabajo, su dura brega, está llegando a un punto de obsolescencia; que puede ser reemplazado, que allí donde está, sobra. Se me dirá que el campesino no entiende todavía estas cosas. Y yo digo, porque me consta, lo contrario: que se da cuenta de que el futuro se refugió en otras partes y que él se ha quedado en un proceso de marginización que lo vincula al pasado y lo somete a una irrevocable decadencia.

NUEVO CRITERIO
Esto no tendría que ser necesariamente así. Si pensáramos de distinto modo sobre la condición agrícola de nuestro país, si la miráramos con optimismo y estuviéramos dispuestos a obtener de ella, codiciosamente, todas las posibilidades de desarrollo que nos brinda, nuestros campesinos no estarían ante ese porvenir de angustia.

Porque no cabe duda de que el país puede más en el sector agropecuario, de lo que está consiguiendo. Estamos perdiendo el tiempo. Dejamos pasar unas posibilidades que acaso no vuelvan a estar a nuestro alcance. Nos hallamos como atónitos, sin tener el coraje de decir lo que intuimos y no nos atrevemos siquiera a pensar.

Lo primero consistirá en volver a nacionalizar el tema agropecuario. Es decir, que el problema y sus soluciones deben ser considerados como propios por todos los colombianos. Se ha hecho un grande esfuerzo para convencernos de que el sector agrario es un gremio. Se nos propone como tal, como si fuera un circuito cerrado, con su problemática exclusiva, con sus propias tensiones interiores y con sus soluciones íntimas. Eso era necesario para cimentar las pretensiones reformistas. Pues bien, lo que corresponde ahora es romper ese marco.

LA UNIVERSALIDAD DEL SECTOR
Cuando hablamos de una política agraria, también queremos significar que queremos recuperar para los campesinos un ámbito universal. Los resultados de una política agraria interesan a todos los colombianos.

No es cierto que ella sea una preocupación exclusiva de grupo, de clase o de quienes viven del campo o usan los servicios del Estado en el sector. De la producción agrícola dependen, entre otros muchos factores de desarrollo, dos que son primordiales para el bienestar de todos nuestros conciudadanos: el abastecimiento de víveres baratos en lo interno y la disponibilidad de divisas en lo externo, con las cuales podamos pagar nuestro desarrollo.

En lo que falta de esta década, Colombia debe suplir, mientras incrementa sus exportaciones de artículos industriales, con productos agropecuarios el problemático y acaso decreciente ingreso originado por el café. No se ha encontrado hasta ahora, y si además no se incrementan las exportaciones mineras, ninguna otra forma de mantener un índice tolerable de crecimiento de nuestra economía. La necesidad de exportar debe ser un propósito primordial en cualquier programa que busque el bienestar actual y futuro de los colombianos.

Y en ese campo no estamos haciendo todo lo que debíamos. Lo que se ha logrado, exportar azúcar, algodón, banano o ganado, es a pesar del reformismo, porque la acción del Estado no ha podido destruir todavía las fuentes de producción de esos renglones. Ya se advierte una preocupación por disminuir los márgenes de beneficio de esas exportaciones, y se propone quitar o reducir los estímulos que por vía general les han correspondido, como si fuese delictuoso que el esfuerzo de crear divisas trajera a quienes lo consiguen una cierta situación de bonanza.

EL ESTADO Y LAS EXPORTACIONES
Para entrar al marco competitivo de las exportaciones es necesario salirse de la falsa creencia de que el sector agropecuario es un gremio. Exportar es ciertamente una empresa. Pero es una empresa en función internacional, que requiere, por lo mismo, un alto grado de solidaridad interior. No me refiero solamente a la habilidad comercial última, consistente en colocar el producto, sino a la noción integrada de la exportación, que obviamente empieza en el momento de decidir qué es lo que se produce para exportar.

El Estado debe planificar para que haya confianza, para que se distribuyan los costos de la infraestructura y para que, por razón del beneficio común del aumento de divisas, se mantenga un adecuado régimen de incentivos.

Pero todo lo demás debe ser un esfuerzo de la nación entera. Se ha demostrado que el Estado solo no puede. No hay siquiera un artículo agrícola producido a través de los organismos oficiales que haya podido venderse fuera de Colombia.

La iniciativa privada sí crea productos exportables. Hasta ahora es la única que lo ha logrado. Y es explicable, porque el Estado es ineficiente, gasta mal el dinero, mantiene improductivas las inversiones en adecuación de tierras y finalmente cambia sus objetivos al vaivén de la burocracia. Si debilitamos la iniciativa privada, nunca habrá exportaciones cuantiosas y continuas en Colombia.

EXCEDENTES Y CONSUMOS
También nacionalmente debemos cambiar el criterio sobre lo que es la función económico social que cumplen las exportaciones agrícolas. Porque nuestro provincialismo, muestra resignación inconsciente a vivir dentro de una economía de subsistencia, nos llevan a solo concebir la posibilidad de exportar lo que arbitrariamente llamamos excedentes agrícolas.

Yo no sé cuándo se puede ciertamente calificar de excedente un producto, mientras tenemos un país con una dieta infrahumana y todos nuestros índices están afectados por un subconsumo no cuantificado. La concatenación entre las exportaciones y los consumos internos debe ser un elemento regulador que permita la absorción de los fenómenos estacionales de superproducción. Pero no puede existir una subordinación continua de uno al otro campo. Hay tierra en Colombia suficiente para que esto no suceda. Hay una potencialidad proveniente de la todavía lenta apropiación de la tecnología contemporánea, que nos permite confiar en que todo esfuerzo hacia la exportación, que naturalmente disminuiría la oferta, podría ser compensado con un crecimiento sustancial de artículos similares o sustitutivos para el consumo interno. La distribución geográfica del país favorece este doble empeño.

HAY QUE DAR ELASTICIDAD A LA OFERTA
Pero si, además, de acuerdo con el último plan de desarrollo presentado por el gobierno del presidente Misael Pastrana, queremos poner todo el énfasis en la activación de la demanda, lo que resulta indispensable para suplir el doble frente de las exportaciones agrícolas y el abastecimiento de víveres, es provocar ya, desde ahora, una corriente de inversiones agrícolas capaz de darle a la oferta una elasticidad igual a la que habrá de tener la demanda.

Se necesita crear en el campo una nueva estructuración económica, capaz, por sus atractivos, de provocar una transferencia sustancial de las inversiones hacia ese terreno. ¿Es ello posible a nivel de parcelero o de empresa comunitaria? Ciertamente que sí.

Los efectos sorpresivos de la llamada “revolución verde” prueban que la adopción de tecnología transforma en una o dos cosechas todos los índices de productividad tradicionales. Con precios de sustentación adecuados, mercadeo racionalizado y una política arrojada, tal vez escandalosa, de subsidio a los abonos, no cabe duda de que el abastecimiento interno podría ser satisfactorio, cualquiera que fuese el incremento de la demanda.

Pero, obviamente, eso no basta para producir el volumen de exportaciones que una verdadera política agraria tendría que proponer. La eficiencia y la disminución de cargas sociales que se necesitan para que un artículo agropecuario pueda competir, quizá solo se consiga a través de la empresa agrícola progresivamente tecnificada.

LO QUE SE PUEDE HACER
Y esto es lo que yo me atrevo a proponer: que el país recapacite sobre el desaprovechamiento de su potencial agrícola y construya los organismos capaces de desarrollarlo.

Hay en nuestros valles aluviales más de cuatro millones de hectáreas que podrían industrializarse hasta llegar a una explotación semiintensiva, donde se puede preservar el inventario ganadero del país y provocar su incremento en forma tal que, de acuerdo con estimativos cuidadosos, lograríamos llegar a una exportación de carne, en cuatro años, no inferior a ciento cincuenta millones de dólares. En esas regiones planas y cálidas, me refiero a los valles bajos del Magdalena y del Cauca y a los de los ríos Cesar, San Jorge y Sinú, se puede concentrar un esfuerzo de desarrollo con mejores perspectivas que las que buscan otras naciones en terrenos menos sedimentados, más húmedos y erosionables como la Amazonia. A ello se agrega el hecho de que estudios en curso demuestran la posibilidad de regular, con propósitos de electrificación, los cauces del Magdalena y del Cauca, evitándose así las inundaciones cíclicas y permitiendo la estabilización de caudales con la consecuente regulación del nivel freático de los valles hoy sometidos a encharcamientos y sequías.

PARTICIPACIÓN DE EMPRESAS PRIVADAS
El desarrollo de esas vastas regiones no lo puede hacer el Estado. Eso se demostró con el fracaso de los distritos de riego. Tampoco podría confiarse tan descomunal tarea al esfuerzo individual. Pero es plenamente posible que si estimuláramos la creación de empresas agropecuarias de capital abierto, es decir, de suscripción libre, ellas conseguirían el volumen de producción y el nivel de precios adecuados para la competencia internacional.

Esas empresas tendrían que estar no solo fuera de la acción persecutoria del Estado, sino abiertamente estimuladas por este. La transferencia de la capacidad de inversión que ellas necesitarían se podría lograr mediante la suscripción voluntaria de acciones por los contribuyentes del impuesto de renta, con parte de los impuestos que les corresponda pagar, como se hizo en Colombia cuando fue preciso salvar a Paz del Río y como se está haciendo en el Brasil para obtener el desarrollo de la región depauperada del Nordeste y de la zona selvática del Amazonas.

La importancia de un reconocimiento de la empresa agrícola como factor de progreso, no es necesario ponderarla. Sería una invitación al país para entrar por un franco camino de desarrollo, que por primera vez en mucho tiempo significaría un intento para salirnos, nacionalmente, de nuestra tradicional resignación ante la economía de subsistencia.

Yo me atrevo a decirlo: se nos ha escamoteado el desarrollo agrícola del país. Teníamos derecho a ese desarrollo y hemos sido burlados. ¿Y de quién es ese derecho escamoteado? ¿De los gremios agropecuarios? Ciertamente que sí. Pero ese derecho pertenece mucho más a los trabajadores del campo, que progresan o decaen con el progreso y la decadencia del sector. Y, finalmente, ese derecho escamoteado nos pertenece a todos porque al debilitarse el componente agropecuario de nuestra economía todos hemos sufrido, hemos dejado de crecer, de exportar, de mejorar la dieta, de ensanchar consumos, de perfeccionar las técnicas. Se ha cumplido la sentencia latina: “el tiempo huye irreparablemente”. Su desperdicio no es reversible. Pero, en cambio, si tenemos el arrojo de buscar grandes metas, metas cuya magnitud nos parezca inalcanzable, podremos recuperar las oportunidades perdidas y crear muchas más.

*Resumen de la conferencia pronunciada en la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) sobre la realidad agraria nacional y las soluciones propuestas.

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