NO CITARÉ EXPRESIONES OPTIMISTAS Y AMBICIOSAS que tal vez previenen desfavorablemente por su propio absolutismo, como las del profesor Deville y el doctor Saffray, pero sí la palabra condicional y reposada del gran geógrafo Eliseo Réclus, quien hablando de Colombia estima que “si las naciones se asemejan al suelo que las sustenta, ¿qué no debemos esperar de ese país donde se aproximan los dos grandes océanos, donde se encuentran superpuestos todos las climas, donde se cruzan todos los productos, y donde cinco cadenas de montañas se ramifican para crear una maravillosa diversidad de sitios?”.

Si, como lo presentía Colón, es en el Istmo de Panamá donde vendrán a soldarse las extremidades del anillo que encierra el globo por ser allí donde se darán cita y harán escala los pueblos de Europa y los del Asia, vuelvo a decir que Colombia, como poseedora de la más próxima, larga y fértil extensión de litoral y de territorios ricos y poblados en uno y otro mar, como el Valle del Cauca y las sabanas de Bolívar, es la que está mejor situada para obtener provecho inmediato de la magna obra del canal.

En todo el vasto territorio de Colombia no se encuentran desiertos; si hay tierras más o menos buenas y aun medianas para la agricultura, en ninguna parte las hay completamente estériles, exceptuando las cúspides cubiertas de nieve y las escarpas rocallosas de las cordilleras. Para ejemplos de feracidad, básteme citar dos: en la Sabana de Bogotá se conocen campos que sin abono alguno han estado dando cosecha anual hace varios siglos, y en el Valle del Cauca es común hallar plantaciones de caña tan antiguas que ya no se sabe quién las sembró.

Colombia es, pues, tierra privilegiada para todas las producciones naturales y, sin embargo, virgen para todas las industrias. La mayor parte de sus riquezas yace inexplotada y perdida para el comercio del globo. Las promesas que su suelo ofrece serán un hecho cuando una racional explotación, con buen instrumental y prácticas industriales ajustadas a los adelantos contemporáneos, permitan aprovechar toda la capacidad productiva, y cuando buenos caminos faciliten la movilización de los productos.

Entonces, la fecunda colaboración de las fuerzas de la naturaleza y las del trabajo humano inteligente disminuirán cada día la extensión de las tierras incultas y aumentarán la intensidad productiva de las ya ocupadas. Lo que necesitamos con urgencia son capitales y hábiles directores de industria. Todos los empresarios extranjeros que hasta ahora hemos tenido han estado de acuerdo en declarar que nuestro obrero nacional es inteligente, tiene gusto y habilidad de mano, asimila rápidamente los elementos de educación técnica que se le dan, y es sufrido laborioso y disciplinable. Los industriales forasteros pueden, por tanto, estar seguros de hallar en Colombia cabezas y brazos idóneos que los secunden; y deben desprenderse de la falsa noción de que nuestro pueblo se componga de mestizos altaneros, rebeldes al trabajo, borrachos, bribones, politiqueros y revolucionarios de oficio. Muy al contrario, es gente de genio suave, leal y agradecido, susceptible de toda clase de mejora.

Para equilibrar la balanza del comercio, que a veces nos ha sido adversa, y para pasar luego a disponer de saldos favorables, el país tiene que comenzar por proveerse a sí mismo, y para eso le es preciso el concurso del capital y del brazo extranjero que tienen allí ancho campo donde emplearse. En la especie de asociación que les proponemos, nosotros damos paz, buen gobierno, finanzas bien arregladas, fertilidad del suelo, riqueza de las minas, afable hospitalidad y respeto a los derechos legales de los inmigrantes.

El complemento necesario, parte a nuestro alcance y parte a cargo del auxilio que nos vaya de fuera, son las vías de comunicación. El producto de estos dos factores ha de ser la creación de industrias nuevas y el incremento de las actuales, a fin de obtener en el interior muchas cosas que ahora llevamos del exterior.

Entonces también será Colombia uno de los países más visitados por los turistas, exploradores, sabios, cazadores y hombres de aventura, como tierra hermosa, digna de estudio y poseedora de comarcas aún no holladas por la planta humana.

POBLACIÓN
En 1780, el territorio de la Audiencia de Santafé, que es hoy el de Colombia, aumentado con algunas provincias del que pertenecía a la presidencia de Quito, hoy República del Ecuador, tenía 840.000 habitantes, de los cuales 50.000 eran esclavos.

Dos décadas más tarde, al iniciarse la separación de España, el país contenía 1.106.000 pobladores, o sea un aumento de casi 20 por ciento cada diez años. Los quince que duró la guerra de independencia impidieron que la población continuara desarrollándose en la misma proporción; por eso en 1825 solo tenía 1.228.259. Para 1835 ya eran 1.685.038, o sea un aumento de 456.779, aunque el periodo de paz no fue de completa normalidad, a causa de los desórdenes posteriores a toda contienda larga y de los ensayos que la nación empezaba para constituirse. El censo de 1843 arrojó un total de 1.932.279, a despecho de la primera guerra civil; y el de 1851 dio la cifra de 2.243.837, es decir, 311.558 de aumento en ocho años.

Para 1876 los habitantes eran tres millones, en 1890 cuatro, y hoy ya son cinco. Este ritmo de crecimiento, que fijaría el termino máximo de cincuenta años para duplicarse la población, habría sido más rápido a no interponerse las pérdidas ocasionadas por la desgraciada periodicidad –hoy ya, por dicha, interrumpida– de las guerras intestinas, con el carácter exterminador que entre nosotros han solido asumir.

Se calcula que fuera de la guerra de Independencia, las seis civiles generales y los desórdenes locales que hemos tenido, le cuestan al país cerca de tres millones de hombres entre el daño emergente de los que en ellas perecieron y la especie de lucro cesante que constituye la falta de multiplicación de los genitores desaparecidos. Sin la pérdida de esta masa de población inmolada al Moloch de la política sectaria, Colombia tendría hoy ocho millones de habitantes, esto es, ocuparía el tercer lugar de la América Latina, correspondiendo el primero al Brasil y, el segundo a México. A la misma causa debe atribuirse que hoy el número de mujeres supere al de hombres en más de cien mil.

Lo que pasma es la fecundidad de una raza que ha resistido semejante sangría, y lo que atestigua la inexcedible riqueza del suelo y la abundancia de nuestros recursos, es que no se hayan agotado en tan prolongada labor de destrucción y ruina, de tal modo que la nación haya podido rehacerse después de cada trastorno, y este hoy en capacidad, ya que no de recuperar el tiempo perdido, porque ese no vuelve nunca, a lo menos de trabajar con esperanza de mejorar la reputación.

Suprimidas ya esas vicisitudes transitorias, y confiado el desarrollo humano a sus leyes naturales, en medio de climas sanos, que hacen la vida larga, y sobre un suelo fértil, que la torna fácil y próspera, es de prever que la población se duplicará cada 35 años, y que aliados en adelante los buenos factores, en el seno de la paz, parece justificada la confianza que tenemos en nuestro porvenir.

Nos gloriamos, como vosotros, de haber verificado pacíficamente la abolición de la esclavitud, que en otras partes costó torrentes de sangre. Al romper con la Madre Patria, el primer acto de nuestra vida nacional fue decretar la libertad de vientre de las esclavas. Ojalá aprendáis de mis labios a pronunciar y venerar, como los de Río Branco y Pimienta Bueno, los nombres del dictador don Manuel del Corral y de su secretario e inspirador don José Félix de Restrepo, que fueron los primeros en América para expedir esa medida en 1812. En 1821 el congreso de Cúcuta la elevó a la categoría de principio constitucional, y desde entonces no volvió a nacer en Colombia ningún hombre esclavo. Habiéndose establecido rentas fijas y cuantiosas para la manumisión progresiva en 1825 ya solo había 46.826 esclavos, y para 1849, esto es, hace ya 58 años, los que quedaban eran tan pocos, que el presidente José Hilario López –otro nombre recomendable a la memoria de la humanidad, al par de los de vuestra princesa Isabel, Nabuco y Patrocinio– pudo declarar abolida la esclavitud, sin que eso causara trastornos económicos considerables.

Los negros de raza pura habitan en unos pocos núcleos de las regiones más cálidas del Chocó, del Valle del Cauca y de la costa atlántica, y por rareza en las tierras templadas y frías, asiento principal y plaza fuerte de la raza blanca y de los descendientes de su mestizaje con la india. Con efecto, en las mesas andinas, que al tiempo del descubrimiento eran las más habitadas por los indígenas, en razón de su mayor salubridad se fijó también de preferencia la conquista española; de ahí la riqueza y densidad de población en las montañas, no obstante, su lejanía del mar y la dificultad de comunicarse con las aguas navegables.

La población colombiana, así como la riqueza, está diseminada por todo el territorio. Los colombianos no gustan de aglomerarse en grandes poblados; prefieren la vida de campo y la de las aldeas, que son numerosísimas. No tenemos una gran metrópoli, uno de esos enormes centros reguladores de la vida económica y política de un país, pero con los cuales se corre el riesgo de que acaben también por adquirir el carácter anómalo de una especie de congestión o macrocefalia, por la absorción de la mayor y la mejor parte de las energías nacionales. Nuestra capital apenas tiene 125.000 habitantes, mientras que pasan de 30 las ciudades que poseen de 20.000 a 50.000 y asimismo están distribuidas por regiones independientes la actividad industrial, comercial, intelectual, administrativa y política, con arreglo a una autonomía derivada de las divisiones que la naturaleza misma marcó sobre el suelo, y contra las cuales poco pueden las instituciones de los hombres.

Hasta ahora, las colonias extranjeras son escasas. Si se exceptúan la minería y los ferrocarriles, todas las demás industrias –comercio, agricultura, fábricas, navegación fluvial, bancos– están en manos de los nacionales. Más bien tienen estos fuerza expansiva que los lleva a emigrar, especialmente a los países vecinos, y así hay muchos colombianos establecidos en Ecuador, Venezuela, Centroamérica y el Amazonas.

RAZAS
El 66 por ciento de la población es de blancos puros y de mestizos de blanco y negro o blanco e indio, que, por sucesivos cruzamientos en el espacio de cuatro siglos, han llegado a adquirir los caracteres del tipo caucásico, con escasos signos de atavismo hacia los dos elementos inferiores. La mezcla es tan subida en otros casos, que resulta imperceptible la gradación entre los extremos blanco, negro e indio. Indígenas puros son el 14 por ciento, negros el 4 por ciento y mezclas cobrizas el 16 por ciento.

La tendencia natural es a una fusión cada día mayor, hasta constituir no muy tarde el tipo único, que ya se esboza y que es base necesaria de la unidad nacional.

Por hoy, es suficiente que en nuestro país sean imposibles los conflictos de castas, ya casi borradas como están las líneas separatorias entre ellas, y confundidos todos en un solo fondo democrático y de absoluta igualdad legal. Hay, como en todas partes, discrepancias sociales, pero no fundadas en el color o en antagonismo de raza, sino en las diferencias no irremediables que por doquiera existen entre el rico y el pobre, el inteligente y el tonto, el ignorante y el educado. Síntoma propicio es también el vínculo de la lengua, pues todos en Colombia hablamos castellano, al contrario de lo que sucede en otras de nuestras repúblicas, donde se han dejado al indio sus dialectos primitivos. Las clases superiores se distinguen por su alta cultura científica y literaria, el humor festivo y los impulsos generosos.

El pueblo es, en lo general, despierto, industrioso, sencillo y de singular probidad. Puede sin hipérbole decirse que Colombia es el país de las puertas sin cerradura. Al día siguiente de proclamada la paz, después de una guerra civil larga y desmoralizadora, en que, de uno a otro extremo, el territorio se ha cubierto de guerrillas, todo el mundo vuelve tranquilo a su trabajo y no hay ejemplo de que se hayan formado cuadrillas de salteadores de camino real.

Aun durante las guerras, los viajeros circulan libremente, portando grandes valores y pasando del campo de un beligerante al del otro, sin que a ninguno se le ocurra despojarlos o maltratarlos, desde que no son “enemigos en armas”. Así, pues, la vida y la propiedad están absolutamente seguras en Colombia. La criminalidad no alcanza ratas alarmantes; los casos de delitos atroces se presentan apenas en la proporción anual de uno por cada medio millón de habitantes. Es proverbial la cortesía y disposiciones amistosas para con los extranjeros, cuyos derechos son respetados y protegidos a porfía por el gobierno y por los ciudadanos.

Desde luego, la medalla tiene su reverso. En Colombia, como en las demás partes de América, han estado a la obra dos factores: los elementos de las razas originales y la acción del medio. El caballero colombiano tiene la cortesanía de los antiguos hidalgos españoles, pero también las falsas nociones heredadas de sus antepasados, en cuanto a su propio valer, su posición social y el punto de honra. Quiere decir que es impresionable, algún tanto quijote, apto para las letras y las armas, e indolente y ambicioso a la vez. Le quedan también algunos restos del fanatismo que trajeron los primeros colonos, formado en siglos de lucha religiosa en la Península, y como se recluyeron en las montañas del interior, lejos de todo contacto con el mundo, no renovaron sus ideas, como sí sucedió con las demás colonias españolas y portuguesas que mantuvieron más estrechas relaciones con el resto de la humanidad.

Cierto que el espíritu fogoso de los conquistadores tuvo por fuerza que modificarse par adaptarse al clima y por sus cruzamientos con los indígenas y los africanos; pero la efervescencia que estas mezclas y el calor del trópico transmiten a la sangre, enciende la imaginación, atumultúa los sentimientos y comunica peculiares condiciones de carácter. De ahí el ardor, rayano a veces en locura, con que nos lanzamos en prosecución de un objetivo, el impetuoso empuje con que nos estrellamos contra los obstáculos –en lugar de sortearlos mafiosamente, dando tiempo al tiempo– los súbitos cambios de ánimo que se suceden sin motivo aparente, nuestras alternativas de entusiasmo e indiferencia, de amor a la libertad y de sumisión incondicional, y nuestra habitual falta de perseverancia para el bien.

Quizá no es una simple paradoja sostener, como lo hizo Daudet, que buena parte de culpa de nuestros errores de apreciación la tiene el sol que nos ofusca, porque todo lo hace reverberar, todo lo agranda, todo lo abrillanta, y por eso da lugar a sensaciones exageradas respecto de la realidad. Pero lo que nadie extrañara es que en el alma colombiana se reflejen las formas de nuestra naturaleza. Como poco hay en esta fijo y regular, con precisión de lugar y tiempo, aquella se muestra inconstante, amiga de novedades, y con cierta confusión de ideas.

De nuestro suelo tenemos la complexión rebelde y la falta del sentido de la transición, por lo que pasamos sin clímax de acciones a reacciones extremadas. Las profundas desigualdades del territorio, que van en poco espacio del pico nevado al llano ardiente y de la calma a la tempestad repentina, revelan la causa ingénita de las desigualdades morales de los hombres, y así abundan entre nosotros los capaces de actos de abnegación y de heroísmo, pero también de ferocidad.

Si es cierto que facultades exclusivas, erróneamente dirigidas o mal equilibradas, más dañan que aprovechan, puede pensarse que el colombiano es más inteligente y valeroso de lo que fuera menester. Dejándonos llevar, de un lado, de la preferencia por la literatura y por la especulación filosófica, en busca de la raíz de las cosas, resultamos poco prácticos, y arrebatados, de otro, por la pasión política y las disposiciones guerreras, nos hemos dejado ir los unos contra los otros en choques furibundos donde hemos desplegado un arrojo y una tenacidad dignos de mejor causa.

La educación pública, lejos de corregir estos defectos, ha tendido más bien a agravarlos, creando una oligarquía intelectual al lado de una gran masa ignorante, sin establecer entre las dos aquella gradación que en países más avanzados se ha conseguido por la clase y generalidad de la enseñanza.

Por todo esto, puede concluirse que tal vez el más latino de los pueblos de América sea el de Colombia, si por tal ha de entenderse la exageración de las cualidades y defectos de la raza. Hablo de nuestros defectos reales, no de los que se nos atribuyen en común con nuestros hermanos del sur y del centro, y muy particularmente por los hombres del norte de Europa y de América. El sajón flemático no sabe juzgar con imparcialidad y buen conocimiento a los meridionales de Europa, y menos aún a los hijos del trópico.

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